Supongo que todos, de alguna manera, llevamos dentro un Mr. Hyde, ese otro yo del que huimos o que deseamos, del que nos avergonzamos o del que nos enorgullecemos, una amenaza para los demás o, simplemente, un peligro para nosotros mismos, el otro yo que escondemos para no ser condenados, menospreciados o excluidos, esa parte oculta que hace que nunca dejemos de ser un extraño para los otros, un extraño desconocido en su misma extrañeza, un extraño que no existe para ellos ya que solo mostramos la fachada que nos interesa o la que únicamente somos capaces de enseñar. Siempre existirá una parcela del yo oculta al resto. Atrapados en el poder de la imagen siempre representando un papel, con el que a veces nos terminamos identificando, reprimiendo tod
o asomo de ese otro yo, o con el que siempre nos sentimos condenados a cargar, con un ajeno en el que no nos reconocemos o solo lo hacemos en la superficie de nuestro yo. Comunicación entre apariencias, simulacros de comunicación.
Hay un acuerdo tácito en no mostrar el lado oculto y en no demandar su presencia. Mostrarlo es crear el riesgo del escándalo. No queremos saber más de los otros que lo que podemos tolerar, que lo que nos permite continuar con la representación, a salvo en los límites de la apariencia. Pero muy a menudo, esa parte encubierta no es sino fragilidad, el yo débil, su silencio solo pretende formar una coraza que nos mantenga ilesos. En una sociedad en la que prima la certeza aunque sea impostada no podemos mostrar las dudas, es necesario enterrarlas lo más profundo posible para que nosotros mismos lleguemos a desconocer su existencia. ¿Pero puede existir un ser humano sin dudas? ¿Puede existir conocimiento? En una sociedad en la que prima lo políticamente correcto es necesario suprimir la transgresión para ser aceptado sin problemas, por ello se cataloga como perversión, uno y otro término terminan siendo sinónimos, la necesidad de la represión, de la castración; a menudo se etiqueta como perversión lo que no es sino ejercicio de libertad, muestra de fragilidad, comportamientos sin maldad pero que tiende a corromper las costumbres, el orden y el estado habitual de las cosas, y es eso lo que no se acepta. Y es todo eso lo que parece que necesitamos ver, mantenimiento de las costumbres, del orden, de ese estado habitual de las cosas que no nos interpele, que nos permita seguir con el simulacro. ¿Dónde tenemos encerrado a nuestro Mr. Hyde?
Y, sin embargo, que placer es poder mostrar parte de ese lado oculto (aceptemos que la totalidad nunca será posible), alcanzar un estatus en la vida en el que aquello te es permitido, poder mostrar tu fragilidad porque ocultarla no te hace más fuerte; poder mostrar tus dudas porque estas representan el camino de la independencia; poder airear tus defectos porque esto no te convierte en menos, te hace crecer; poder compartir tus transgresiones, tus perversiones, chiquitas, domésticas, porque esto te hace más humano y poder esperar del otro (de la otra) la comprensión, sabiendo que si esta no llega no es mayor tu soledad, solo es más manifiesta y que ahora, al menos, te queda la tranquilidad de que la pelota se encuentra en el tejado del otro, tú has jugado como debías, como siempre lo habías deseado, que eres mucho más tú que lo has sido siempre mostrando ese yo, más libre de papeles que te encorsetan, pudiéndote manifestar sin miedo al ridículo porque el ridículo es el que has venido haciendo hasta ahora, ese que te han aplaudido, todos cómplices de un mismo espectáculo, actores todos repartidos entre patio de butacas y escenario, deseosos de continuar con el teatro hasta el final.
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